lunes, 14 de noviembre de 2016

El domingo recibí una de esas llamadas que nadie quiere ni espera. Jose Luis Nogales, uno de mis alumnos, y también gran amigo, había fallecido el sábado por la mañana en un accidente de tráfico. Quien llamaba era Jose, otro alumno y primo de Jose Luis. Estaba descolocado, y así mismo me dejó la noticia: descolocado, sorprendido, alucinado… 
No lo acababa de creer, de asimilar.

El sábado era un día de compromiso para nosotros como aikidokas. Había un curso de aikido en Donostia al que debíamos asistir. Así se lo recordé a mis alumnos el viernes. Jose Luis era uno de los que podía asistir. Esperaba verlo allí, pero no le eché en falta ni me sorprendió que no acudiera. Con mucha frecuencia se le acumulaba el trabajo y tenía que acabar algún pedido durante el fin de semana. Ni siquiera le llamé después del curso.

Era mi alumno, pero también era mi amigo. Era el que siempre me preguntaba, después de la práctica, si tenía un rato para una cerveza. Luego casi siempre venía Iñigo o alguno más, pero ese rato era prácticamente nuestro, para confidencias, para comentar la clase, para hablar de nada, para que me dijera que estaba pensando en dejarlo, que veía que no avanzaba, para que yo le convenciera de que continuara… Cuando tuvimos que dejar las clases de los viernes y concentrar la práctica en lunes y miércoles, fue el único que protestó. Los demás lo asumimos. Era irremediable. Pero él sabía que íbamos a echar de menos ese rato de los viernes. De hecho, las echamos de menos. No hubo más cervezas como aquellas.

Afortunadamente, siempre me llamaba cuando volvía de entregar un pedido en Donostia, y tomábamos un café. Tampoco habrá más cafés. Tampoco me insistirá que ponga la moto en marcha de una vez y vayamos a dar una vuelta. Tampoco habrá más chistes malos ni fotos graciosas en Whatsapp. Tampoco me enfadaré con él cuando no me haga caso en clase. Joder, el miércoles se fue antes de acabar la clase y me molestó, me molestó porque ese día se había rendido y no era habitual, me molestó porque a veces se convencía de que no podía, me molestó porque era capaz. No hablamos más. Todos, incluido él, me confirmaron su asistencia al curso por Whatsapp. Creo que es eso lo que realmente me molesta.

No pensé que fuera a afectarme tanto. No pensé que pudiera sentirme tan profundamente triste, pero esta tristeza es indicativa de la gran amistad que sentí por él, que siento por él. También refleja el vacío que ha dejado, muy difícil de llenar. Así que he venido a casa a escribir esto. A llorar. Pero no a llenar ese enorme vacío con mis lágrimas, aunque insisten en salir, sino con los recuerdos que me quedan, que nos quedan. Hay que recordar a las personas por lo que nos dieron. Hay que recordar al Jose Luis socarrón, bromista, alegre y desvergonzado, hay que recordar su sonrisa traviesa, sus batallitas. Hay que recordar su sinceridad, su honestidad, hay que recordar su perseverancia, sus anhelos y sus sueños.

Yo quiero recordar todo eso, arrancarme imágenes dolorosas de la cabeza, y plantar en su lugar las cosas que fueron. Quizás así podamos ver destellos de lo que pudo ser y ya no será. Eso nos puede dar esperanza. Y puede ser una enseñanza para el futuro. Yo, particularmente, como su profesor de aikido, quiero recordarle en uno de sus mejores momentos, quizás el mejor, como aikidoka: el día en que, después de su examen de 2º kyu, se vistió el hakama por primera vez. Quiero recordarle así, y quiero recordarme así a mí junto a él. Todos mis alumnos me hacen sentir orgulloso. Él también, con sus virtudes 
y defectos. Sobre todo porque quería de verdad superar sus defectos.

Nunca más escucharemos su "hai", pero sonará en mi mente cada vez que explique una técnica o corrija un gesto. Porque ya nunca más le corregiré, pero, aún así, estará entre nosotros.

A mi izquierda, Jose Luis, al finalizar la práctica del primer día que vistió hakama.